Un lugar sin tiempo, por Enrique Munarriz
En pocos lugares, como en el mirador de Elechas, la soledad puede resultar tan bella. Como en pocos lugares el silencio sobrecogedor, que sólo salta en mil pedazos por el aleteo de las rapaces, es capaz de esconder un lienzo tan real. En pocos lugares se asiste tan cercano del cielo como no alejado de la orilla del agua a la eternidad más serena, que se mece entre la naturaleza más perfecta y los sueños del hombre.
Hay pocas panorámicas que se atrevan asomarse a toda la Bahía de Santander con tanto descaro. Coquetea con el vals de las aguas del Miera hasta su desembocadura, recelosa de flirteo con el lujo y el misterio que alberga, detrás de sus inexpugnables barreras de seguridad cerradas al común de los mortales, la exclusiva Somo Boo. Cae rendida ante la belleza perenne de Isla Pedrosa; es testigo de excepción de la historia de Santander, El Astillero, Camargo, Medio y Marina de Cudeyo y Ribamontán; se crece ante las escamas rocosas del búnker del Banco Santander y sus secretos millonarios, y el Cantábrico al fondo, con la Península de la Magdalena.
El agua de la Ría de Cubas varía caprichosamente desde el cobalto al verde turquesa. Extiende en bajamar su osamenta cubierta de algas ocres y musgo submarino. La visión es majestuosa, de derecha a izquierda y hasta el infinito dos colores lo invaden todo: el marrón tostado, acogedor y de las rocas y la tierra y el azul cobalto, firme y poderoso de un cielo que se complementa con su socio, y configura en una sola visión la parábola de lo que es Cantabria.
En medio de la nada, hijo de las sierras y los montes y padre de prados de paso nacidos no se sabe cómo ni por quién, este mirador es una mota de cemento cubierta por un manto verde, un depósito de agua que a ras de carretera, desde el pueblo, atrae no tanto por lo que parece ser como por lo que se adivina una vez se llega. Los verdaderos paraísos son realmente así.
Elechas se inflama de colores dorados y aterciopelados al atardecer. Su brillo es especial, único cuando los rayos de sol se despiden de la sierra que cubre sus espaldas. Entonces hay que subirse a su mirador y dejarse ir y pedir que aquello no se acabe, que no llegue la noche, que se alarguen los minutos. Pero la oscuridad no apaga la vida, Santander se convierte desde aquí en una tiara brillante y mágica bajo las estrellas.
De vuelta al bullicio sosegado del pueblo, de las casas dispersas, del pasear cotidiano, unas vespas coloridas relucen en la puerta de la vetusta La Madrileña, una casa de comidas recién reformada y fundada en 1924 en el barrio de la Torre. El olor a la comida casera despierta el olfato y los sentidos. Nadie se va sin probar sus famosos mejillones. Y las rabas. O la recién estrenada carta de tapas. O los gin tonic, a un precio ajustado a todos bolsillos.
Enfilando la carretera a la izquierda, el zumbido de los motores de varios coches se percibe a lo lejos en el circuito municipal. En la pista, varios chavales pisan el acelerador de su vehículo radio control mientras comentan las proezas de Alonso. La cara de velocidad se percibe desde el otro lado de la valla de seguridad cuando sus tourning adelantan por la larga recta de 88 metros que tiene el circuito.
El halo de misterio aparece por arte de magia en Gajano. Envalentonada por la maleza, cuando menos te lo esperas, en medio de un estrecho camino al parque, encuentras una figura de la Virgen perfectamente iluminada por los focos durante la noche. Y con el sosiego espiritual hallado, un feng shui autóctono de algún vecino devoto, con la luna mutando de piel, es inevitable añorar ese lienzo natural que toca dejar atrás.